A Naji siempre le daba gusto ver la Luna. Moviéndose entre las ramas, más allá de las copas de los arboles, una luz que anunciaba que había un cielo, aún de noche. Naji también podía identificar algunos puntos de luz entre las ramas y las hojas, pero no podía reconocerlos de una noche a otra. Desde que los espacios abiertos habían sido prohibidos, lo único reconocible en el cielo eran el Sol y la Luna. La mamá de Naji le había contado de un tiempo en que el cielo se consideraba la última frontera por habitar. La gente se había extendido por toda la superficie de la Tierra e incluso por debajo del agua, por lo que ir al cielo y la Luna parecía cada vez una necesidad. Pero aquel dominio de la humanidad sobre el planeta tendría un costo muy grande, tan grande que la única manera de pagarlo fue con la vida de miles de millones. Los gases que esa gran y extensa civilización había dejado en el aire fueron alimento para los arboles, los cuales retomaron la Tierra, cubriendo el cielo con sus ramas y hojas. Quienes habían sobrevivido decidieron que era mejor así, vivir sin necesidad de ver el cielo: la inspiración que de este emanaba podía llevar a ideas peligrosas. Así, quien se atreviera a cortar un árbol o buscar y compartir la ubicación de espacios abiertos, podía sufrir el rechazo de su grupo y en el peor de los casos, ser desterrado ¿Pero quién querría vivir fuera de la protección y afecto que proveía el grupo? ¿Valía la pena dejarse llenar la cabeza de sueños e ideas que tuvieran que ver con el cielo y destinarse a la soledad? Pero Naji no podía dejar de ver la Luna y buscarla en cualquier hueco que hubiera entres las ramas y las hojas.
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