Hoy fue el último día que tenía que salir a la calle para algo que no fuera conseguir alimento.
Durante el fin de semana estuvieron llegando una serie de correos electrónicos desde la dirección del Instituto de Física de la UNAM. En ellos nos detallaban cuales serían las acciones para aplicar el llamado distanciamiento social a partir de esta semana. Ayer, martes, fui al Instituto, tenía que ir a hacer una última medición, apagar el equipo y tomar de mi oficina lo que me haría falta para esta larga pausa. En esa misión me acompañó Daniel, quien desde que llegó ya cumplía cabalmente con las recomendaciones de lavarse continuamente las manos. Hicimos las mediciones, guardamos los datos y apagamos el equipo del laboratorio. Él inmediatamente se fue a iniciar su distanciamiento social. Yo todavía me quedé un rato más y fui a comer con un par de amigos: Marcelino y Claudia. El tema de conversación no pudo haber sido otro que el del coronavirus. Comentarios sobre las acciones que están tomando nuestros centros de trabajo, lo que pensábamos hacer y como esto afectaría nuestras vidas fueron interrumpidos por largos silencios. En nuestras caras se podía notar la incertidumbre y preocupación.
Algunos de nosotros nos tocó vivir el miedo a una enfermedad contagiosa y mortal hace 11 años, con el AH1N1. De aquella experiencia quisiéramos sacar la esperanza que al final esto acabaría pronto y las medidas tomadas de cierre de escuelas y universidades serían llamadas "exageradas". Pero no, ahora se siente diferente.
Mi último pendiente en estos días era llevar a un carpintero a arreglar la puerta del departamento en el que había dejado de vivir hace 10 días. Claudia ahora vive ahí. Después que la puerta fue arreglada, con Claudia y su nueva compañera de depa compartimos una pizza. Por la ventana se veía un espectacular que yo había visto muchas veces y que incluso llegue a odiar por brillar demasiado en las noches. Ahora decía en letras muy grandes "trabajar desde casa", "lávate las manos", "evita tocar nariz, ojos y boca". No podía dejar de verlo. Un enorme recordatorio a los automovilistas del segundo piso del periférico de que los días por delante no serían ordinarios.
Al terminar la pizza pasó por mi Xochitl, con quien compartí ese departamento por 2 años y mi amiga desde hace 12. Tenía una semana de no verla pero sentí que habían pasado meses. Cualquier otro día la habría abrazado para expresarle mi cariño y gusto por verla. En estos días eso no es prudente. La probabilidad de que alguno de los dos sea portador del coronavirus es todavía baja, pero entre antes nos acostumbremos a esa distancia, mejor. Me hizo favor de llevarme a la Comer a comprar víveres, sobre todo aquellos que pesan mucho, como leche y cerveza. Dentro del centro comercial la escena era diferente a lo que habíamos vivido en las múltiples ocasiones que fuimos a hacer super. Gran parte del personal llevaba cubre bocas, uno limpiaba los manubrios de los coches del super y había dispensadores de alcohol en gel en varios puntos. Yo esperaba escenas de escasez de mercancías, pero no, al parecer había de todo, incluso papel de baño. Hice compras un poco más abultadas de lo normal, con preferencia en productos no perecederos y salimos de ahí. Xochitl me trajo a mi nuevo departamento, bajé mis bolsas del super y nos despedimos sin hacer ningún contacto físico. No sé cuando la pueda volver a ver.
Desde ahora he empezado a poner en práctica el que en España llaman teletrabajo, haciendo videollamadas con colegas para avanzar en el trabajo pendiente. Al final del día, prendí la tele, me preparé la cena y luego disfruté de una de las cervezas que compré. Mañana ya no tengo ninguna razón para salir. Ni el día después de mañana.
Veremos qué pasa.
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